Proyectos de "Misión" Juventud Carmelita Ecuatoriana

Con la finalidad de realizar proyectos de solidaridad, acogida y fraternidad con comunidades que lo necesiten, los jovenes que conformamos el JUCAE, queremos compartir con ustedes estas iniciativas y proponerles se nos una como colaboradores.

miércoles, 27 de julio de 2011

IK - María Leticia CRUZ POCEROS (Cuentos cortos)


Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...

Su madre, apurada, salió a recoger unas flores; su hermana preparaba el café...

Su padre afilaba el machete.

Había mucha niebla, la tierra húmeda se olía en el ambiente, las plantas goteaban el sereno de la noche anterior.

El machete casi estaba listo... y se oxidaba con las lágrimas. Tum, tum, caían sobre él.

El ocaso parecía no llegar jamás... hace mucho que no se mira el sol.

Mientras, afuera de la casa todo era normal, la mayoría se empeñaba en negar lo evidente.
Las horas fueron pintando el cielo que anunciaba la tarde un tanto gris.

Un grupo de hombres vestidos de verde con café, portaban poderosos rifles; y su cara reflejaba amargura, su sonrisa burla; sus manos prepotentes afloraban satisfacción irónica.

Yo salí de la casa; jugaba con una lagartija que tenía herida una pata; me gustan mucho los animales y quería curarla.

Mi madre, junto con otras mujeres, apuradas en el horno amasaban y preparaban el café con un toque de canela en las ollas de barro... despertando el hambriento olfato de los que estábamos cerca.

Aquí, donde yo nací, las mujeres dedican gran tiempo a sus casas, a sus maridos, a sus hijos, a la cocina, a la siembra, a parir.

Con el paso de los años las manos se curten entre la cosecha y el desgrane del maíz.
Sembrar no es cosa fácil, más cuando estamos entre lo alto de la montaña donde la tierra no es fértil como para florecer los granos. A veces tenemos que talar árboles para sembrar, porque aquí la tierra de siembra caduca rápido.

A veces los cenzontles se quedan sin árbol para hacer su nido.

Los hombres también hacen labores de preparar la tierra de siembra, de cosecha, de recolección de leña y de trueque. Muchas veces bajan al pueblo o a la ciudad e intercambian nuestra cosecha o nuestros tejidos por otras cosas que necesitamos, a veces alguno de nosotros necesita medicinas de hospitales y también necesitamos animales, para comer y para ayudar a transportarnos, aunque estamos acostumbrados a caminar muchas horas entre lo que lastima de los paisajes de la sierra.

La recolección de la leña acalora tanto como el fuego que la madera enciende.

Para trabajar no hay distinción entre mujeres y hombres. Mi madre nos trae agua a casa cuando después de una larga caminata logra acarrearla, casi siempre, cuando asienta los cubos en el piso, alguna que otra gota de su frente cae y se mezcla con el agua que beberemos o con la que nos limpiaremos.

A veces pasan días sin bañarnos, no porque seamos sucios, como muchos nos dicen, pero a veces el agua escasea tanto que sólo tenemos dos opciones: o la bebemos o nos bañamos.
La ropa se lava en el río o en lavaderos comunitarios que están más abajo, hacia el pueblo. Muchas mujeres aquí tejen, bordan con muchos colores expresando lo orgullosos que estamos de nuestras raíces, de nuestra tierra, aunque eso de “nuestra” suene a sueño, a aventura con el sólo hecho de decir que es nuestra.

Algunos ya hasta el orgullo han perdido, otros no el orgullo pero sí la esperanza, otros con orgullo sueñan una esperanza que para muchos suena a rebeldía.

Entre telares y pieles curtidas de sol, de siembra, de frío, poco a poco las horas cambiaron los colores de los bordados de aquella tarde. Los telares de cintura fueron parando conforme la noticia de aquello que ese día estaba ocurriendo se fue esparciendo.

La tarde se fue poniendo más fría y había una especie de inquietud pasmosa.

Llevé la lagartija y la puse sobre una piedra para curarle la pata. A mis espaldas estaba su casa... a la izquierda la casa en la que las mujeres cocinaban; y frente a mis ojos mi casa de lámina que a menudo mis padres levantaban.

Fueron acercándose más hombres de los que vestían verde y café; hablaban una lengua extraña, la misma con la que nos gritan los que no son como nosotros; ellos, a quienes mi padre llama mestizos.

Se suponía que yo debía estar con las otras niñas ayudando en la cocina o cuidando a los bebés. Aquí hay niñas que tienen bebés.

Le entablé la pata a la lagartija. Recuerdo que Rosa sonrío mientras amamantaba a su pequeño hijo de tres días de nacido, y junto a ella estaba la abuela María, quien siempre contaba historias antiguas y predicciones de libros sagrados de los antiguos mayas.

El padre del hijo de Rosa aprendió la lengua de los mestizos y se fue a San Cristóbal, un día sólo le dijo a Rosa que se iría en el tren con los que vienen desde más al Sur para llegar más al norte; Rosa le lloró mucho cuando se fue y de vez en cuando aún se le mojan los ojos porque el padre ni conoce al chamaquito; Rosa dice que quien sabe si estará vivo o habrá quedado por ahí entre el Río o desierto que tendría que cruzar.

A veces los cenzontles tienen que volar a otros lados.

La Abuela María es respetada en el pueblo, por sus historias y porque cura, ella sabe de muchas plantas, dice que cada yerba la sembró dios para algo especial; cuando sale a recolectarlas se detiene y hasta cierra los ojos, pareciera que descubre el olor de cada una, tiene tan buen olfato y tan buena mano que muchos de los niños que estamos aquí hemos nacido por ayuda de ella.

Mientras Rosa se enamoraba más de su pequeño hijo, la abuela María tenía extraviada la vista en lo que el puro se iba haciendo pequeño entre lo rojo que existe entre la ceniza y el humo que se fuma.

De pronto mi padre me jaló, me empujó a la casa y me dijo que no saliera de ahí.
Y lo evidente sólo era una vez más...

Mi padre salió de la casa, yo me agaché porque una piedrita se me metió entre el dedo gordo y el de junto, en mi pie.

Entonces escuché la voz de Bartolomé, el compadre de mi papá; quien hablaba con mi padre en secreto y agitadamente.

Yo me quedé agachada tras la cortina que servía como puerta en mi casa de lámina, me quedé quietecita y en silencio para poder escuchar; apenas y podía oír, el alboroto crecía allá afuera.

- Nos tienen miedo- dijo mi padre asustado.
- Somos nosotros, los otros, a quienes quieren asustar con esto. Ellos no entienden nuestra lengua- le contestó como ausente el compadre Bartolomé.

La verdad yo no entendía de qué hablaban, pero mi padre le dijo a Bartolomé que no era la primera ni la última vez que pasaba, que era hora de reclamar.

Hace mucho tiempo, dice la abuela María, que estamos todos divididos. Indios y mestizos.   “Ellos y nosotros” son palabras que separan.

Hablaban de alguien cuyo nombre yo no podía escuchar.

Mi padre le contó a Bartolomé que el “alguien” estaba jugando cerca de los hombres de los tanques; rondaba por ahí, con su cara cubierta de estambre negro, con el que sólo se miraban sus ojos del mismo color y se asomaba su piel confundiéndose con la tierra.

Uno de los hombres le gritó que se largara, pero “él” no entendía sus gritos; los observaba con atención; le seguían gritando, así que con coraje les aventó piedras con la resortera de madera que se amarraba con una cinta a su tobillo.

Pero una de las piedras rozó la mejilla de un hombre de lengua extraña; así que muy molesto correteó al “alguien”, hasta que éste tropezó y cayó. Entonces el sujeto lo jaloneó y como “él” comenzó a gritar con desesperación e ira, lo calló haciendo sonar el tac, tac, tac, en su cabeza y pecho. Lo cargó y lo arrojó al pie del camino, en el cerro, donde había gente de la comunidad que vive cerca de su casa. Entonces la noticia corrió.

De pronto el alboroto creció.

Miré por un agujero, uno de los hombres de los tanques se acercó a mi padre, quien habla algo de la lengua extraña, la de ellos, los mestizos; el hombre le dijo algo a gritos y se marchó, pero no todos se fueron, nos vigilaban con sus rifles.

Bartolomé apurado le preguntó a mi papá qué le había dicho el hombre.

Mi padre tomó un puño de tierra y lo devolvió a ella violento. Se pasó la mano sobre su cara y cerró el puño; hablando con los dientes apretados le dijo a Bartolomé que el hombre le reclamó que “uno de nuestros niños fue a agredirlos y que ellos habían tenido que aplacarlo, pues a ningún lugar llegaríamos con la tonta rebeldía, nuestros palos y machetes; que nos apaciguáramos o a todos nos pasaría lo mismo; que el zapatismo no servía, que no era tierra ni igualdad ni libertad”.

El alboroto creció de tal forma que no oí más.

Yo tenía mucho miedo, sentía tierra en la garganta y agua en los ojos.

La noche había llegado…
De pronto todos caminaron a su casa, la de “él”... era la casa de IK, mi amigo que tenía los mismos seis años que yo.

Entonces no pude esperar más, salí de mi casa; hacía mucho frío, olían los tamales, el café, la leña y la tierra húmeda; el humo del horno, y de las fogatas se perdía con la neblina.
Oí gritos, Rosa estaba en la entrada de la casa de IK, cargaba a su pequeño hijo muy asustada, y brotaba de sus ojos agua que humedecía más la tierra.

La lagartija estaba entre mis manos. Me colé entre la gente y llegué hasta las flores que su mamá había recogido.

Descansaba sobre una mesa de madera apolillada...

Y volví a sentir agua en los ojos que cayó con la del cielo enfurecido.

IK estaba dormido, manchado de rojo...

Salí corriendo y me acosté en la tierra, el cielo lloraba y gritaba junto conmigo y los míos.

Miré a los hombres de los rifles, no estaban muy lejos; ellos reían.

No comprendía, tal vez para ellos los mestizos de lengua castellana, IK no importaba, tal vez para ellos era sólo uno de nosotros, los otros, los que no somos como ellos, nosotros los indios.

Un hombre me miró a los ojos, yo sentía tierra en la garganta y una sensación de enojo, de rabia, de harta muina y dolor del pecho, que sin darme cuenta le arranqué la cabeza a la lagartija mientras se oía el afilar de los machetes.

Era noviembre del 94 en la Sierra de Chiapas.

El frío heló mis lágrimas mientras mi sangre hervía.

Después vino la matanza en Acteal... y para ellos -otra vez- el olvido hacia nosotros. La sangre de los míos impregnó con su olor al viento... IK se tiñó de rojo, tal vez porque IK en la lengua de ellos, los mestizos, significa Viento.

Algunos han aprendido a mirarnos, aunque para eso algunos hemos tenido que ponernos un pasamontañas, o emigrar a las grandes ciudades a narrar nuestras propias historias no en tzotzil o en nuestra lengua, sino en castellano. Otros han tenido que entintar sus historias con su propia sangre. Otros siguen luchando el día a día.

Los machetes se siguen afilando...

Aún no hay justicia para IK... el viento está teñido de rojo.


 
María Leticia Cruz Poceros
México

jueves, 21 de julio de 2011

Centenario de la muerte de León Tolstoi, maestro de Gandhi - por: Leonardo Boff teólogo




 
Ocupando un lugar central en la sala de estar de mi casa hay un impresionante cuadro de un pintor polaco que muestra a Tolstoi (1828-1910) abrazado por el Cristo coronado de espinas. Está vestido como un campesino ruso y parece extenuado, como simbolizando a toda la humanidad que llega finalmente al abrazo infinito de la paz después de millones de años de ascender penosamente por el camino de la evolución. Fue un regalo que recibí del entonces Presidente de la Asamblea de la ONU, Miguel d’Escoto Brockmann, gran devoto del padre del pacifismo moderno. El día 20 de noviembre se celebró el centenario de su muerte acaecida en 1910. Tolstoi merece ser recordado no sólo como uno de los mayores escritores de la humanidad con sus novelas Guerra y Paz (1868) y Anna Karenina (1875), entre otras muchas, que forman 90 volúmenes, sino también principalmente como uno de los espíritus más comprometidos con los pobres y con la paz, siendo considerado el padre del pacifismo moderno.

A nosotros los teólogos nos interesa especialmente el libro El Reino de Dios está en vosotros, escrito después de una terrible crisis espiritual cuando tenía 50 años (1878). Frecuentó a filósofos, teólogos y sabios y nadie lo satisfizo. Entonces se sumergió en el mundo de los pobres. Allí descubrió la fe viva, «aquella que les daba posibilidad de vivir». Tolstoi consideraba esta obra la más importante de todas las que había escrito. Consideraba sus famosas novelas, según confiesa el 28/10/1895 en su Diario, como «cháchara de vendedores ambulantes para atraer parroquianos con el objetivo de venderles después algo muy diferente». Tardó tres años en terminarla (1890-1893). En Brasil fue publicada en 1994 por la Editora Rosa dos Tempos (hoy Record), con una hermosa introducción de fray Clodovis Boff, pero lamentablemente está agotada. En español ha sido publicada por Editorial Kairós este mismo año de 2010.

El Reino de Dios está en vosotros, muy pronto traducido a varias lenguas, tuvo una enorme repercusión, generando aplausos y fuertes rechazos. Pero su mayor influencia fue la que tuvo sobre Gandhi. Sumergido este también en una profunda crisis espiritual, creía todavía en la violencia como solución para los problemas sociales, cuando leyó el libro en 1894. Le causó una conmoción abisal: «la lectura del libro me curó e hizo de mí un firme seguidor de la ahimsa (no violencia)». Distribuía el libro entre amigos y se lo llevó a la prisión en 1908 para meditarlo. El apóstol de la «no-violencia activa» tuvo como maestro a León Tolstoi. este fue excomulgado por la Iglesia Ortodoxa y el libro vetado por el régimen zarista.

¿Cuál es la tesis central del libro? Estas palabras de Cristo: «No resistáis al mal» (Mt 5,39). Su sentido es: «No resistáis al mal con el mal». O no respondáis a la violencia con violencia. No se trata de cruzar los brazos, sino de responder a la violencia con la no-violencia activa: con la bondad, la mansedumbre y el amor. De otra manera: «no devolver, no tomar represalias, no contraatacar, no vengarse». Estas actitudes verdaderas tienen una fuerza intrínseca invencible como enseña Gandhi. Para el profeta ruso tal precepto no se restringe al cristianismo. Traduce la lógica secreta y profunda del espíritu humano que es el amor. Toca en lo sagrado que hay dentro de cada persona. Por eso el título del libro: El Reino de Dios está en vosotros.

Gandhi tradujo la no-violencia tolstoyana como no-cooperación, desobediencia civil y repudio activo a todo servilismo. Tanto él como Tolstoi sabían que el poder se alimenta de la aceptación, la obediencia ciega y la sumisión. Puesto que tanto el Estado como la Iglesia exigen estas actitudes serviles, las descalifica de forma contundente. Son instituciones que quitan la libertad, atributo inalienable y definitorio del ser humano. En el frontispicio del libro leemos esta frase de San Pablo: «no os volváis siervos de los hombres» (1Cor 7,23).

Para Tolstoi el cristianismo es menos una doctrina a ser aceptada que una práctica para ser vivida. Está delante y no detrás. Hacia atrás parece que fracasó, pero hacia delante es una fuerza todavía no totalmente experimentada. Y es urgente practicarla. Proféticamente Tolstoi percibía la irrupción de guerras violentas, como de hecho ocurrieron. La casa se está quemando y no hay tiempo para preguntar si es necesario salir o no.

Tolstoi tiene un mensaje para el momento actual pues los grandes continúan creyendo en la violencia bélica para resolver problemas políticos en Irak y en Afganistán. Pero otros tiempos vendrán. Cuando el pollito ya no puede quedarse en el huevo, rompe la cáscara con el pico y nace. Así deberá nacer una nueva era de no-violencia y de paz.
Leonardo Boff

teólogo


http://servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=411

lunes, 11 de julio de 2011

Los titanes del tiempo - Aroldo Moisés PESCADO TOMÁS


Se acercaba el tiempo de las luciérnagas en el aire, esas pequeñas luces que con las primeras lluvias dan la idea de ser chispas de fuego al extinguirse el incendio que quemaba la tierra en el verano.

La noche que no era noche delineaba figuras chinescas por el camino de tierra, de piedra, de polvo, de lodo. En el lento vaivén del alarido de un viento quejumbroso flotaba la frescura de un cielo estrellado, sin nubes, sin sombras. Cuando pasaba por el camino de pedregales el sonido se hizo grande, que cubría todo, que lo envolvía todo y el firmamento se movía como si viajara en barco. De pronto se sintió caer en un profundo abismo, sintió volar hacia atrás, de espaldas por un segundo sin fin.

El ladrido de un perro negro que dormía en el camino lo vino a despertar, era como alma de diablo que mostraba sus dientes blancos mientras pasaban Lila, una vieja mula acanelada, y él montado sobre ella casi dormido en el sueño del amanecer eterno.

¡Guau!, ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, guauuuu… ladraba el perro en tanto corría y regresaba como queriendo jugar a espaldas de la bestia, Lila seguía con su andar tranquilo como si también durmiera de tanto caminar. Don Encarnación se tocó la cintura para revisar si seguía ahí el machete que colocó con mucho cuidado al salir de su casa. Y tubo que sostenerse también el sombrero ancho para no caerse porque la mula despertó asustada, ya que se sintió caer de espaldas frente a la fuerza del ladrido de un lebrel pinto que se oponía a su camino.

-¡ShÍÍtT!, ¡chucho! –dijo, para apartar al animal del pasaje-. Silencio. Atrás quedó la granja de los frailes y sus fieros guardianes caninos.

-¡Mercado central!, ¡mercado central!, ¡vamos madre!, ¡llega, llega! Con las primeras luces sonaban las bocinas como reses para el matadero, docenas de canastos y sacos con plumas, frutos, verduras y hortalizas eran cargados al camión donde viajaría Ña Candelaria. Bajo la luz de las estrellas y luceros pálidos florecía un verdadero mercado terrestre, casi acuoso por el vapor de las tazas de café que servían unas mujeres prietas a los camioneros rechonchos y malhumorados. Cestos con gallinas, patos, pavos; limón, toronja, chile, tomate, cebolla; calabazas, porotos y maíz.

En la alforja fósforos, ocote, pixtones, sal, chile, agua. La oscuridad palidecía como hombre que se asusta y que dormido enflaquece y despierto muere. La aurora aparecía tímida y ligera detrás de cerros con dioses seculares. El canto del cenzontle lloraba agua, y el hombre con su mula llegaba al monte, para trabajar la tierra sagrada y benévola, que generosa da a su tiempo la espiga que es la madre del pan, y el maíz, padre del hombre americano. El sol pintaba el horizonte con sus rayos de luz, mula y hombre eran como sombras en ese paisaje de oro. Los brazos y piernas reumáticos de tanto labrar la tierra comenzaron su larga faena. Olía a tierra seca.

Doña Candelaria, mujer vieja y paciente como su esposo, llevó a vender miltomates verdes, gallinas amarillas y conejos blancos a la plaza de la ciudad.

-¡Hoy no hay venta!, ¡aquí nadie vende más! –gritaron unos gendarmes. Y hubo que correr para salvar la vida, y dejar la venta para no ir al calabozo, y llorar para destruir el badajo de plomo en la garganta. Los miserables no tienen derecho a ganarse la vida honradamente porque causan desorden y afean las horribles ciudades. Y causan enojos a los grandes estadistas idiotas, burgueses que creen ver todo y no ven nada.

Los primeros aguaceros agujerearon las viejas láminas de cinc. Don Encarnación regresó a casa y se quitó las botas de hule, ahora llenas de agua limpia y llovida. Entró a la cocina y vio a su esposa con las pupilas llenas de granizos calientes, tan calientes como lágrimas. Doña Candelaria narró con la voz quebrada cómo perdió todo y quedó ella sola, sin dinero, sin gallinas, ni conejos, ni nada. Los toscos brazos envolvieron a su esposa, los dos viejos lloraban. Menos mal que a ella no le había pasado nada. El agua sonaba como piedras en la lámina roja de tan oxidada, pero eran piedras tan duras como diamantes, gotas de esperanza. Un colibrí hecho con cabellos de luna volaba entre las gotas de lluvia y de sus alas se desprendían fracciones de tiempo color del arco iris en el crisol de la tierra seca y sedienta. Los trabajadores con su trabajo honrado y noble son los verdaderos héroes de la historia, de la patria, de esta tierra milagrosa y legendaria.
 
Aroldo Moises Pescado Tomás
Guatemala, Centro América.

viernes, 8 de julio de 2011

El recuerdo o la esperanza - Susana BENAVIDES ALPÍZAR

Despertó asustada buscando, más que con sus manos, con su alma el cuerpo de Fernandito, le había costado dormirlo por la tos.

La puerta se había abierto con el viento, cómo le pegaba la soledad cuando se despertaba en la madrugada creyendo que había vuelto…

No pudo volver a conciliar el sueño, prendió una vela a la virgen de los ángeles y se sentó en la hamaca a meditar con profunda tristeza: la vida, más bien las circunstancias, le habían arrebatado la paz. Es que apenas habían pasado diez meses y no sabía si resignarse al recuerdo o mantener la esperanza.

Conoció a Ricardo siendo apenas una chiquilla, pero desde la primera vez que lo miró a los ojos se sintió mujer, fue en una fiesta patronal donde los presentaron, él era de aspecto maduro para su edad, moreno, de cejas pronunciadas y sus brazos dejaban notar el sin fin de laderas que había volcado con la pala, Dulce lo flechó con su sonrisa y con sus ojos que no necesitaban de palabras.

Maduraron las caricias y la moral se desbarató un día dejando a Dulce embarazada. Unos meses atrás la noticia hubiera sido una bomba pero, para asombro de ambos, nadie le prestó mayor importancia.

Por esos días habían llegado unos extranjeros gordinflones a negociar con la gente del pueblo, ofrecían cambiar fincas por casas y empleos en la ciudad, empleos de mierda, pero muchos se la creyeron, abandonando cultivos, trabajo digno y monte por un poco de suerte.

Ricardo le insistió a su padre que se quedaran, se enojaron, su madre tuvo que intervenir para que aquello no terminara en golpes, pero nada pudo hacer para que el cerrado de su esposo cayera en cuenta. La pareja de viejos se fue con un montón de familias que se creían pobres a convertirse en pobres de verdad.

El problema en el pueblo surgió meses después, cuando el monocultivo de los gordinflones empezó a afectar a los que se quedaron. Los comerciantes prefirieron los precios bajos de éstos, dejando al resto comiéndose sus papas o trabajando para los misters por salarios de limosna.

Ricardo empezó un alboroto, tomó primero la opinión del sacerdote, quien le aseguró que organizarse para defender a su gente no era ningún pecado. Se reunió con los vecinos dispuestos a reclamar. Poco duró la iniciativa, rapidito llegaron amenazas anónimas de acabar con quienes buscaran derechos. La mayoría dejó de asistir a los encuentros que se convirtieron en furtivos.

La mañana de la desaparición Dulce le besó la frente y mientras lo persignaba le dijo con ternura: “Ricardo, hoy cumple un año Fernandito, llegue temprano pa’ que comamos juntos”. Qué iba a saber él que no volvería, le asintió mientras le apretaba la sonrisa con un beso.
 
Susana Benavides Alpízar
San Vicente, Costa Rica.

miércoles, 6 de julio de 2011

La Noche fue clara como el día - (Pedro Emilio Ramírez)


La noche se hacía soledad en mi alma. Me percibía llena de angustia, de hastío, de impotencia… Noches en vela, esperando… esperando… Todos me decían: “mujer, sólo queda esperar… será lo que Dios quiera”. Lo que Dios quiera… ¡Lo que Dios quiera! ¿Y lo que yo, lo que yo quiero, entonces no cuenta?

Mi niña jugaba tranquila, corría tranquila, era una niña más… llena de vida, traviesa, inundada de sonrisas. Aún ajena a ese mañana gris que a todos los pobres y muertos de hambre nos aguarda. Más, de la noche a la mañana… De la mañana a la noche, mejor, fue apagando el brillo de sus ojitos color de arena, se fue perdiendo la humedad de sus labios, la tersura de su piel siempre sonrosada por jugar en las tardes de sol…

Busqué ayuda desde un principio, pues ella es lo único que me queda. Aquí no tengo a nadie más… soy sólo una mujer, y como si esto no fuera suficiente para padecer el maltrato y la discriminación, en una tierra donde Dios pareciera que protege sólo a los hombres… Mi marido murió hace cuatro años en una revuelta callejera, de esas que tanto abundan en estos días de tanta conflictividad social; y el único hijo varón que me dejó, marchó hace más de seis meses al norte, lejos, muy lejos, con el sueño de encontrar allá una mejor vida; no he vuelto a saber de él desde aquella tarde que partió junto a otros muchachos del barrio.

Por acá no hay quien atienda a los pobres. ¿Quién se acuerda de nosotros? Llevé a mi hija donde Juana, la anciana, conocedora del mundo de las hierbas y la raíces. Bebidas, ungüentos, pócimas, nada… nada. “Sólo nos queda esperar, mujer”, me dijo Juana hace unas semanas en medio de las risas de sus muchos nietos jugando en las calles vecinas, risas que llegaron a mis oídos como cantos fúnebres, como espadas aguijoneándome la garganta, traspasándome la esperanza que aún palpita en algún rincón de mi alma.

Cargué con le cuerpecito débil de ni niña, camino a la pieza, mientras caía la noche; tenía sus manos frías y su frente sudorosa prendida en fiebre. Acosté su frágil figura entre las sábanas tejidas en tantas noches de tristeza y soledad; y recordé frases sueltas de una plegaria que una vez escuché a un extranjero pronunciar ante una gran desgracia. ¡Extranjero! Qué absurdo, yo era en ese momento la extranjera… Veinte años viviendo allí, entre ellos, veinte años con ellos, sufriendo los mismos fríos en las noches de invierno, padeciendo los mismos calores en los largos y duros días de los veranos polvorientos… bebiendo la misma agua, pisando la misma tierra… pero extranjera, huérfana de patria, ajena… Vine llena de juventud y esperanza, a este país de promesas, con un saco de sueños, al lado del hombre que amaba.

Lo conocí en el puesto del mercado, donde vendía mi padre y donde había vendido el padre de su padre. Bastó una sonrisa, bastó un roce de manos, para que mi sangre fluyera como los ríos en primavera, y mis ojos se iluminaran con la luz de mil cometas.

Fue una mañana cuando, oculta entre telas, intentando descubrir entre los cientos, los ojos de aquel que iluminaban mis ojos, escuché a aquel hombre decir en voz callada: “Tú lo sabes todo, señor, tú lo sabes todo. Tú me lo diste, tú me lo quitaste, bendito seas, señor. Nuestro auxilio es el señor, que hizo el cielo y la tierra…” Yo no lo entendía: “¿tú me lo diste, tú me lo quitaste?”… A qué clase de dios invocaba ante sus desgracias. Supe que aquél hombre había perdido en un temible naufragio gran parte de sus bienes, y que dos de sus hijos habían muerto en terrible accidente… y allí estaba, dando gracias a un dios desconocido para mí. Dando gracias, sólo porque un acreedor había consentido liberarlo de parte de su deuda.

Joaquín y yo, pronto nos casamos. Vivimos en casa de mis padres un tiempo, mientras él hacía todos los arreglos para irnos a sus tierras, a sus campos, a su patria. Partí con él, entre sustos y esperanzas. Y llegué a la casa de sus padres… junto a sus hermanos, y parientes, para ser su esposa, su amiga, y su hermana. De su amor nació primero José Joaquín, el mayor, alocado y soñador. Y unos años después, Miriam, la menor, mi niña hermosa, mi flor de frescura.

Miriam no disfrutó mucho a su padre. La violencia, acabó con él. Esa violencia que tantas vidas arrebata día a día, noche a noche, en estas ciudades en las que según nuestros gobernantes nunca pasa nada. Allí empezó nuestro sufrimiento… la tierra fue reclamada por el mayor de los hermanos; perdimos casa, bienes… y vinimos a parar acá, en este barrio donde abundan mujeres solas, viudas que se empeñan en no morir de tristeza y viudas de esposos vivos que se empeñan en no morir de rabia.

Saúl es lo más parecido a un médico que tenemos en toda esta zona. Hombre muy culto, y sabio. Su mujer, Raquel, sobresale entre muchas por su preparación y su bondad. Pero ambos tienen más corazón y ganas que los recursos. Son una pareja también del pueblo. A ellos llevé a mi niña después de haber estado varias veces donde la Juana. Raquel la cuidó con esmero, Saúl hizo todo lo que podía. Pero la salud de Miriam se deterioraba día a día. Fue Raquel quien por vez primera me habló de aquél hombre, curandero y profeta, para algunos un enviado de Dios, para otros un loco, para otros tantos un hechicero que trataba con las artes del demonio.
Mi niña temblaba entre las sábanas. Mi mano acariciaba sus pálidas mejillas, mientras mis pensamientos daban vueltas por tantos recuerdos: añorando la patria, recordando al esposo perdido, maldiciendo los asesinos jamás encontrados, deseando la vuelta del hijo alocado… Mi niña temblaba de fiebre fría; sus huesos crujían dentro de su pequeña talla… ¿Por qué? ¿Por qué? Mi garganta muda de impotencia… sintiendo el peso de esta soledad plomiza, agigantada por la vida que se apagaba entre mis manos. “Sólo hay que esperar, mujer, sólo hay que esperar”, volvían otra vez a mi cabeza las voces de Saúl, de Raquel, de Juana, de Ana, de tantos otros… de tantas otras… ¿Esperar qué…? ¿Qué una vez más la maldita muerte me visitase absurdamente dejándome desnudas las heridas? “Tú lo sabes todo…” ¿Qué más decía aquella plegaria? “Tú lo sabes todo, tú lo conoces todo”…

- ¡Mujer, mujer! – entró corriendo Raquel a la pieza. Ni cuenta me había dado que la mañana estaba empezando a recorrer sus caminos – Mujer, levántate, él está aquí cerca, él está aquí. Yo me quedo cuidando la niña, ve, ve… debes traerlo, debes decirle que tu niña está enferma, que sólo él puede devolverle la vida a sus labios… y la sonrisa a los tuyos.
Raquel me hablaba de Jesús, el profeta, el curandero. Dudé. Tenía miedo. ¿Y si no me recibía? O… ¿o si no podía curarla? Al fin, resuelta, observando el cuerpecito débil y al borde de la muerte de mi niña, me puse en pie… si ese hombre era el que todos decían que era, entonces él podría devolverle la salud a mi pequeña.

Corrí, o tal vez volé las tantas calles que me separaban de la ciudad. Agudicé mis oídos para saber dónde se alojaba, dónde estaba, con quién o quiénes… En casa de Simón, el pescador.
Una lágrima, mezcla de esperanza y excitación rodó por mis mejillas. Allí estaba: la gente, la muchedumbre. “El maestro quiere estar solo”, dijo uno que parecía ser del grupo de los suyos. “No, no, él debe escucharme, yo necesito que me escuche” – pensaba para mis adentros. “Señor, tú lo sabes todo…” Entonces, dentro de mí, como un brioso huracán, emergió una voz que gritó: “¡Señor, necesito verte, necesito hablarte!”. “Dije que el maestro quiere estar solo” – repitió aquel hombre que parecía más un soldado del imperio, que un hombre de dios, y enojado agregó: “¿Acaso crees que con todo este gentío, el maestro va a perder el tiempo con una mujer como tú?”. Haciendo caso omiso de aquellas duras palabras, me abrí paso como pude entre la gente, entre los cientos de curiosos, enfermos, ¡entre el sinnúmero de hombres religiosos que tantas veces nos han dejado a nosotras a un lado! Sin importarme las miradas lascivas, los comentarios hirientes, las palabras crueles… sin importarme nada más que mi hijita moribunda, llegué a la puerta, e inmediatamente pude distinguir la imagen límpida y risueña de aquel hombre profeta. Entre tantos ¡ése debía ser él! Y corriendo rauda a su lado le dije: “Señor, hijo de David, mira mi miseria porque mi única hijita está enferma de muerte”. Al borde de las lágrimas, sentía el peso de las miradas de los presentes. Me veían a mí, le miraban a él. “Eh, ¡apártate, mujer! ¡Que aquí estamos discutiendo cosas de hombres!” – gritó, mientras me halaba fuerte del brazo un hombre viejo, de barba rala. Pero cuando intentaban sacarme a la fuerza, me solté y gritando a viva voz dije: “Eres profeta, eres hombre de Dios, ayuda a mi hija… ¡Ven conmigo, Señor!”. Pero no conseguí respuesta alguna de su parte. Sentí como una noche de luto dentro de mí… le llamaba, le imploraba y no me respondía… “tú lo sabes todo… respóndeme… respóndeme” – pensaba. Y él callaba. Sólo se limitaba a observar, a los que le rodeaban. ¿Su respuesta ante mi angustia era esa, el silencio? Sentía el peso brutal de las miradas… de todos los hombres de mi vida, que por ser mujer me denigraron, rechazaron, lanzaron al olvido. Y emergieron de súbito todas las heridas de mi historia: “este hombre profeta, no es diferente a todos los de su raza”. Volví a insistir con más fuerza, acercándome, abriéndome paso: “Señor, socórreme. Mi hija sufre. Está muriendo”. No me miró entonces, pero ya no podría ignorarme. Aún hacía silencio. Un murmullo de voces se escuchó en toda la pieza: “ya que ésta entró… al menos que le diga algo”. “¿Y no le llaman a este Jesús, profeta?”. “Bah, ¡es lógico que nada puede hacer!”. En aquel momento, uno de sus discípulos le dijo: “Maestro, es contigo, atiéndela o dile que se largue”.

Entonces, respondiéndole, pero como para que yo bien lo escuchara dijo: “¿Acaso no decían ustedes hace instantes que la salvación era sólo para las ovejas que estaban dentro del rebaño escogido? ¿No dicen que son ustedes el pueblo santo, los herederos de la promesa?”. Era preferible escuchar su silencio, a esas terribles y duras palabras. Yo, la extranjera. Y acudieron a mi mente todo el peso de esos recuerdos amargos, de rechazo, de exclusión. Por mi mente volaron dolores profundos, llantos encerrados, gritos convertidos en silencios. Pero también vino a mi mente la imagen de mi niña muriendo, la carita frágil y traslúcida de mi Miriam casi muerta. Al borde de las lágrimas me arrojé a sus pies: “Ayúdame, Señor. Ayúdame”. Volvió su mirada hacia mí, y sus ojos se cruzaron por vez primera con los míos. Y dirigiéndose a todos los presentes dijo: “No está bien quitarle el pan de los hijos y echárselo a los perros, ¿cierto?”. Su respuesta fue para mí peor que su silencio. Si no fuera por esa mirada… esa mirada… se me hubiera helado el corazón allí, se me habrían triturado todos los huesos. Pero su mirada, su mirada… Entonces, con paz, y con firmeza, con esa paz que es voluntad y gallardía, con esa paz que sólo da la fe de que todo es posible, le dije: “Sí, sí mi Señor, razón tienes; pero hasta los perritos comen las migajas que caen de la mano de sus amos cuando se sientan a la mesa”. Jesús se incorporó. Me tomó de las manos, levantándome hacia él. Y con una mirada más profunda que el más profundo mar, como si intentara conocer toda la verdad de mi vida, contestó: “¡Mujer, qué grande es tu fe!”. Y alzando la voz, como si quisiera ser escuchado hasta el confín del mundo, agregó: “No he visto jamás en ningún lugar de la tierra, fe tan grande y tan profunda como la de esta mujer. ¡Ya quisiera Salomón haber tenido fe como la tuya! Ve mujer, corre a casa, que tu niña te espera”.

Su palabra me bastó. Su voz me bastó. Su mirada me bastó. Mi hija estaba bien. Mi Miriam estaría bien. Y yo también. Porque no sólo sanó a mi hija y la salvó, también me sanó y me salvó a mí de muchas formas.
 
Pedro Emilio Ramírez
Carabobo, Venezuela.