El 30 de
noviembre de 2010, Monseñor Gonzalo López Marañón, obispo de Sucumbíos,
recibió una notifiación del Vaticano en la que se le informaba que
debía abandonar inmediatamente la ciudad a la que sirvió durante 40
años. El rechazo de la comunidad no se hizo esperar y ésta ha tenido
eco en varias regiones del país y del mundo.
Su labor y vocación misonera le llevó a
participar activamene en el desarrollo de la provincia y promover la
organización de la comunidad. Fue un destacado defensor de los derechos
humanos y de los derechos de los pueblos indios, de los
afroecuatorianos, de los campesinos y de las mujeres. Su participación a
favor de los campesinos fue decisiva en el caso denominado "Los once
del Putumayo".
Por esta razón, la Universidad
Andina Simón Bolívar como parte de su compromiso con la sociedad
decidió otorgarle el reconocimiento como Profesor Honorario. En el
marco de esta designación, que se realizará el 23 de febrero de 2011,
Spondylus pone a disposición de sus lectores esta entrevista a monseñor
López Marañón.
Usted se ordenó como sacerdote, en
Burgos, en 1957 y en 1970 ya es nombrado Prefecto Apostólico de
Sucumbíos. ¿Cómo asumió ese nombramiento para un país pequeño y en una
provincia alejada?
¡Qué tiempos aquellos! Me dieron un susto fenomenal. Había venido yo de
paso en 1969 con el Secretario de los Carmelitas de Burgos. Entonces
ya había conocido el territorio y al superior provincial le dije “en la
vida hay que hacer algo y esto me parece tan duro, tan terrible que
sería bueno venir por aquí un tiempo de la vida para hacer algo”. Esta
fue la excusa con la que el superior se basó para que al año siguiente
yo viniera de prefecto apostólico.
El susto fue fantástico, pasé un mes noqueado hasta que el superior me
dijo “déjate ya de historias hermano y vámonos a presentarte a Roma”.
Yo tenía 37 años, pero mi aspecto era de muchacho. De forma que cuando
llegué a Roma y me presenté al Cardenal de la Evangelización de los
Pueblos, en los tiempos de Pablo VI, se quedó mirando y pregunto
“¿dónde está el prefecto de Sucumbios?” El padre que me acompañaba dijo
“este es” y el cardenal respondió ¿este muchacho es el prefecto?” Así
que este muchacho se vino aquí en 1970.
Esos fueron los prolegómenos.
¿Cómo tomó ese cambio de ambiente? Vine como tiene que venir
alguien que ha hecho una profesión, que se ha comprometido y que, en un
momento dado, le colocan en una batalla inesperada sin armas, sin
experiencia. Pero tenía una convicción, eso sí lo tenía. Y la
convicción mía era que yo voy a América y dejo España y al hacerlo,
dejo mi familia, mis amigos, mi historia y dejo también aquella forma
de hacer Iglesia de España.
Al llegar fue como un flash que le deslumbra a uno porque aquellos
tiempos eran muy lindos en América Latina, tenían una cantidad de
desafíos, se soñaba tanto, habían movimientos revolucionarios. Esto era
el eco de lo que pasaba en Europa: el París del 68, la Revolución de
los Claveles en Portugal, la Primavera de Praga, es decir había un
ambiente de que el mundo tenía que cambiar.
La primera cosa que tuve clara era que estaba en América y yo no
debería hacer lo que se hacía en España. Esa convicción para mí fue
fundamental porque de inmediato había que hacer sentir a los misioneros
que había un cambio de época. Y nos metimos en esa onda con mucha
inconsistencia juvenil, como los chicos, sin saber lo que nos esperaba.
Se hablaba entonces del Vaticano Segundo, se hablaba de Medellín
recién acabado en 1968, se hablaba de teología de la liberación, se
hablaba de cambios de América Latina.
¿Cómo encontró al Ecuador? Me sentí un poquito desubicado. Tuve
en los primeros tiempos la oportunidad de asistir a un Encuentro de
Misiones del Alto Amazonas en Iquitos y ahí conocí, por ejemplo, a
monseñor Samuel Ruíz, que murió recién y que es conocido a nivel
mundial. Había otros obispos ilustres y había también obispos que
habían hecho un camino quieto, un poco oriental, amazónico, en la forma
de pastoral tradicional, asistencial, etc. Yo tenían en el alma el
deseo de que algo se debía hacer.
Pero atención que Sucumbíos era entonces un puntito en la zona cercana
al Carchi, en Puerto el Carmen había un grupo de misioneros. El resto
del territorio estaba sin presencia misionera. Es cuando yo les
protesto porque habían estado tranquilitos, enterraditos en una
pastoral de poco relieve, pero se asustaron y una buena parte de ellos
se marcharon. Me quedé casi solo, pero le metí mano a todo y ahí
pasamos una especie de túnel oscuro durante largo tiempo hasta que se
fueron incorporando misioneros que tenían otra mentalidad y, como los
jóvenes de Europa y los jóvenes de América, aspiraban a los cambios.
Entonces a mí me tocó ser el motorista de esa canoa y ver cómo manejaba
a gente con la sangre tan caliente y podíamos hacer un camino de
iglesia acorde a lo pasaba en América Latina y, por supuesto, en el
Ecuador. No hay que olvidar que aquí en Quito funcionaba el IPLA, el
Instituto de Pastoral Latinoamericana, que venía a ser el lugar donde
se venía cocinando la nueva iglesia.
Pero bueno, empezamos un nuevo camino que es el que hemos llevado en 40
años, un camino de comunidades, de los laicos participando en la
Iglesia, de una mirada muy especial a los pobres y de plantear una fe
de seguimiento a Jesús, como él lo hizo o como entendimos que lo hizo.
Han pasado 40 años desde que usted se hizo cargo de la Iglesia en
Sucumbíos. ¿Cómo ha visto el desarrollo de esa zona que ha sido siempre
marginada del país? Ha sido formidable la aventura que hemos
vivido porque ahora se puede ir a Sucumbíos, la gente lo conoce. Se han
hecho 40 años de publicidad no controlada. Cuando he llegado allá era
todo selva, inimaginable para quienes no han vivido.
Hay elemento importantísimo que es la colonización, por sugerencia del
gobierno, con la llegada de los lojanos, 25 familias que tenían la
intuición que allí se abría un mundo, es decir fueron pioneros y
visionarios. El gobierno qué había dicho: “ahí hay tierras baldías y el
que llegue se las coja”. Era una enorme tentación y llegaron aquellos
hombres y empezaron a hacer sus vidas. Lo mejor que hizo el gobierno
fue encomendar al IERAC la distribución de las tierras. A cada colono
se le dieron 50 hectáreas.
Los
lojanos llegaban deslumbrados porque no habían tenido nunca ni media
hectárea. Solo que les esperaba la lucha de cómo se hace al ambiente
amazónico. La cantidad de fiebres que se generaban entonces en un
ambiente primitivo. ¡Cómo se metían a caminar por aquella selva! Era muy
valiente aquella gente y eso le ha dado una característica a
Sucumbíos, le ha hecho luchador. El gobierno hizo eso y se acostó, de
forma que se generó una colonización espontánea.
Aquí llegaron y se encontraron con una iglesia. Y la Iglesia qué hizo,
¿construyó una gran iglesia para que vengan todos? No, nosotros
entendimos que teníamos que ir donde vivían ellos. No que ellos tengan
que venir donde estaban los misioneros y eso ha sido una característica
invalorable de aquella Iglesia. Hasta hoy los misioneros saben
cualquier camino para llegar hasta la última comunidad.
Otros piensan que lo bonito es tener una gran catedral. Nosotros
decimos que lo bonito y lo que todos quieren es tener una Iglesia viva y
esta se hace donde la gente vive. Por lo mismo, usted haga el favor de
salirse de su casa, póngase un caucho porque va a llover, cálcese esas
botas y pise barro hermano. Y los misioneros hasta la fecha
participan, son gente que ha pisado todos los senderos, sabe lo que es
pasar los ríos nadando o como sea. No ha sido un grupo que se haya
quedado cómodamente en la misión como lo hacían en aquellos tiempos. Y
allá se genera la dinámica de una Iglesia nueva donde uno ve lo que les
pasa, lo que les ocurre, las necesidades que tienen.
Entonces la Iglesia de El Carmen es de comunidad y vida vivida, no de
cartas enviadas. Nadie creerá que había lugares que a mí me costaba
cuatro días para ir y cuatro para regresar, y no en avión, como sea. Es
decir empleaba ocho días de viaje para visitar un grupo.
Uno de los hechos destacables en el Oriente ecuatoriano fue la presencia de las empresas petroleras. ¿Cómo vivió esto? Una
cosa que yo quiero destacar es que en Sucumbíos se ha dado como un
matrimonio entre la Iglesia y el pueblo. Eso ha sido una fusión
importante, interesante. Ha sido además con todos los agravantes porque
empieza la explotación petrolera y tenemos una dictadura que alcanza
los diez años. En ese momento la gente no tenía palabra, no nos
podíamos reunir, todo estaba controlado y es ahí cuando hacemos la
Primera Asamblea de Ciudadanos del Nororiente. Para hacernos una idea
de que tiempos eran aquellos, yo tuve que convocar esa reunión porque
no había autoridades. El único que de alguna manera alcanzaba el
territorio era el obispo.
Aquel fue el primer momento de toma conciencia de una población a la
que nadie miraba porque el resto de ecuatorianos le tenían miedo al
Oriente. Entonces quedamos en manos de las petroleras, en malas manos,
porque el gobierno lograba hilvanar unos contratos para la explotación
de recursos y las compañías por largos años nunca miraron al pueblo.
Ellos decían: “nosotros hemos hecho un contrato con el gobierno de
darles lo que le toca” y la gente nunca aceptó eso.
El lugar del pueblo donde está Lago Agrio está colocado junto a lo que
llamábamos la Texaco y que ahora es Petroecuador. ¡Qué curioso!
Tuvieron la intuición de que para forzar de alguna manera los cambios
tenían que estar al lado de las compañías. El gobierno se puso muy
enfadado, las compañías también. Cerraron la vía de acceso a Lago
Agrio, toda casa que se construía se quemaba. Y poco a poco el pueblo
fue ganando la batalla. Fue bien interesante.
Entonces empieza un diálogo interminable de mutua implicación entre
Iglesia y sociedad. Y los paros que hemos hecho no han tenido fin. El
último que hicimos hace diez años fue formidable porque fue la primera
vez que pudimos sentar a las compañías a una deliberación, antes ellas
nunca aparecían. Finalmente se dieron cuenta que no podían caminar así.
Se sentaron gobierno, compañías y la Iglesia en su papel con la
ciudadanía, esto es importante.
¿Y la influencia cada vez mayor de la violencia generada por el conflicto bélico colombiano? El
tema petrolero ha sido una constante negativa para la región, deja de
una herencia terrible de contaminación. Todavía suena por ahí el caso
Texaco, que es una pelea simbólica.
Lo de Colombia. Yo he dicho a los ecuatorianos, porque no lo sabían,
que no se pongan tan estirados porque los que han colonizado Sucumbíos
han sido los colombianos, en toda la línea de frontera. Pero cuando
llega el momento del Plan Colombia ahí se generan unas situaciones muy
particulares, una es la migración. A mí me llamaron del Ministerio de
Relaciones Exteriores para plantear que la Iglesia con el ACNUR hagan
algo por los refugiados. Yo les dije “nosotros vamos a ayudar a los
refugiados con ustedes, sin ustedes o contra ustedes”. Se quedaron
asustados. Está claro tenemos una misión de ayudar a los refugiados, de
ayudar a los pobres y eso no lo discutimos porque es un imperativo del
evangelio. Cuando yo dije eso el pueblo de Lago Agrio, que estaba muy
en contra, empezó a suavizar y al momento tenemos una convivencia
pacífica y positiva en términos generales.
El colombiano es muy creativo. Eso le viene muy bien al ecuatoriano. De
manera que lo que se ve de comercios ahora en Lago Agrio tiene que ver
con la inspiración colombiana porque si no se despiertan los
ecuatorianos se quedan sin almuerzo. Entonces yo veo que es muy bueno
que los pueblos se encuentren, se complementen. Pero esto nos ha traído
una agresividad de la violencia, hay mucho problema colateral a la
migración colombiana. Y luego todo este mundo de la droga que se ve que
no hay nadie que lo pueda parar.
Desde la década de los 60 se evidenció la presencia de una Iglesia
identificada con los sectores más necesitados, que inició en Medellín,
en la Conferencia Episcopal Latinoamericana de 1968. En el Ecuador es
paradigmático el caso de Monseñor Leonidas Proaño. Pero a la vez tenemos
una Iglesia que defiende los principios de la tradición, de la
propiedad privada; una iglesia conservadora, vinculada con sectores de
derecha. ¿Cómo ve usted este panorama? Aquí hay una cosa, la
Iglesia no está en las nubes, está en la tierra. Y en la tierra hay
muchas variantes políticas, sociales, etc. Es malo que la iglesia se
quede pensando en sí misma. Esto no lo digo yo, lo ha dicho el Papa
Benedicto XVI cuando era cardenal y que se le tenía en plan de sospecha
por parte de los grupos progresistas. El problema de la Iglesia es
cuando se queda mirando a sí misma. Cuando somos misioneros o queremos
plantearnos la utopía de Jesús nos damos cuenta de que no es simplemente
estar en el lugar sino reproducir lo que hizo Jesús.
Unos dicen este obispo es rojo, este es amarillo, este es gris, este
qué será. Al final, nos van calificando de acuerdo a criterios
sociológicos predominantes, pero un cristiano al final se mide por
Jesús. Usted me puede preguntar cómo se siente después de toda esta
aventura. Me siento muy bien porque tuve 40 años para trabajar en un
lugar que es parte de mí. Otros dirán qué maldición y qué desgracia. Yo
he tenido la oportunidad de ver nacer una sociedad y una Iglesia desde
los pobres. Un seguidor de Jesús, empieza con Jesús y termina con él, y
va a donde vaya él. Nosotros tenemos un dicho en la palabra de Dios
que dice “Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre” y yo he estado mirando
a Jesús en el latido de la Iglesia de Latinoamérica. Y eso es lo que
me ha mantenido vivo y con temple.
Dadas las condiciones políticas actuales en el continente, su salida
de Sucumbíos parece evidenciar una clara división de la Iglesia entre
esos dos modelos de Iglesia y una provocación. Esa es una realidad
en este momento. Yo salí el día 30 y ahora me encuentro en el Carmelo
del Inca (en Quito). Yo soy Camelita y se me pidió un servicio que
cumplí durante 40 años. Ahora estoy aquí, mi tiempo en Sucumbíos se
acabó. Pensaron quienes montaron semejante bochinche que yo me iba y
que venía otro más, y no ha pasado nada. Eso pasa en las diócesis en
general: viene un obispo y después otro y después otro y no pasa nada.
Pero ahí han pasado las cosas que han pasado porque hay una iglesia que
no es de arriba. Allí se quedó la Iglesia del pequeño pueblo de Dios,
de la gente humilde y la masa aguantadora.
Más allá de lo que haya podido pasar, yo cumplí los 75 años y cuando
uno cumple esa edad debe presentar la renuncia al Papa. Después de los
75 me dieron otros dos. Entonces yo cumplí el trámite normal, ahí no
hay nada qué decir. Cuando se pone la cosa muy mal es cuando me dan
cuatro días y medio, en vez de los seis meses que les dan a otros
obispos. Eso implica que tuvieron intenciones particulares. Si a eso se
le añade que se me dice desde Roma que salga inmediatamente y que me
vaya si es posible a mi país de origen. Eso nadie lo ha podido
entender.
Los que creyeron que yéndome se acababa aquello deben estar sorprendidísimos.
La
iglesia si nace en buenas raíces está bien asentada y está mantenida
por gente que no tiene intereses como son los pobres. Dios dirá lo que
puede hacer.