Proyectos de "Misión" Juventud Carmelita Ecuatoriana

Con la finalidad de realizar proyectos de solidaridad, acogida y fraternidad con comunidades que lo necesiten, los jovenes que conformamos el JUCAE, queremos compartir con ustedes estas iniciativas y proponerles se nos una como colaboradores.

lunes, 8 de octubre de 2012

Del 'aggiornamento' a la recristianización

Hace ahora 50 años la Iglesia católica hizo autocrítica y acometió un profundo debate para abrirse a la sociedad y los fieles. El Concilio Vaticano II, la asamblea ecuménica que comenzó sus deliberaciones el 11 de octubre de 1962, trajo una serie de cambios para el cristianismo que hoy se antojan fundamentales. Gracias a esta 'primavera' que congregó a los obispos de todo el mundo, quedó abolida la liturgia de la misa en latín, se acuñó el concepto de pueblo de Dios, se reconoció la libertad de conciencia y se entabló un diálogo con otras confesiones y representantes del ateísmo. La apertura, no exenta de tensiones entre reformistas y conservadores, experimentó un reflujo cuando la Iglesia tuvo que afrontar las consecuencias de mayo del 68, la contracepción, los derechos de la mujer o las deserciones internas. La llegada al pontificado de Juan Pablo II y Benedicto XVI supuso una vuelta atrás: se restauró la llamada al orden de los teólogos disidentes y Ratzinger acogió a la facción tradicionalista que encabezó en su día Marcel Lefebvre, que siempre renegó de los frutos del Concilio. Del 'aggiornamento' de los años sesenta (la puesta al día del mensaje cristiano) se ha pasado a la recristianización, objetivo prioritario de los últimos papas.
 
Para el director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, Juan José Tamayo, el acontecimiento religioso prescindió del anatema y abogó por el diálogo. Supuso pasar de la «cristiandad al cristianismo, de la Iglesia como sociedad perfecta a la comunidad de creyentes». Con todo, Tamayo, autor de 'Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis', cree que el encuentro, pese a ser un hito histórico, tiene sus sombras. «Pablo VI [bajo cuyo pontificado continuó el concilio] impuso el freno a la colegialidad de los obispos, que quedó subordinada a la autoridad suprema del romano pontífice», subraya. Por añadidura, quedaron relegadas cuestiones como la ordenación sacerdotal de las mujeres o el celibato opcional de los curas.
 
Juan XXIII, que muchos consideraron un «pontífice de transición», es decir, un dirigente cuyo mandato sería efímero y sin relevancia, se atrevió, a sus 77 años, a anunciar la convocatoria de un concilio. En 2.000 años de historia, la Iglesia solo ha celebrado 21 asambleas de este tipo. Era una decisión audaz y no carente de riesgos, pues podía destapar las divisiones en el seno del catolicismo. Sin embargo, la propia jerarquía era entonces consciente del anquilosamiento de la Iglesia católica, su necesidad de asumir nuevas realidades temporales y acercarse a la ciencia y la modernidad.
 
Edad Media
 
Medio siglo después, ¿qué queda de aquella asamblea? «El convencimiento de que los problemas de la Iglesia no los resuelven el Papa y el Vaticano en soledad, sino que necesitan la participación de los episcopados de todo el mundo», asegura José María Castillo, que ha sido catedrático de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de Granada. Este profesor, autor de 'La humanidad de Dios' y miembro de la Asociación de Teólogos Juan XXIII, sigue creyendo que la Iglesia precisa una renovación, pues en ella perviven estructuras de la Edad Media.
 
Los padres conciliares fueron osados en sus debates. Desde el concilio de Basilea (1431-1445) se consideraba que cualquier pagano o niño no bautizado estaba abocado a las llamas del infierno. A partir del encuentro, que acabó en noviembre de 1965, el ecumenismo cobró pujanza. Se prescindía del principio tan arraigado hasta entonces de que la unidad de la Iglesia solo se conseguiría mediante el retorno a la comunidad católica de los que en su día la abandonaron. Juan XXIII ve a los cristianos no católicos como hermanos y no como enemigos. Una idea que culminó con el encuentro de Asís, en 1986, cuando Juan Pablo II rezó con líderes religiosos de todo el mundo.
 
Gracias al Concilio cuajó la idea de que la Iglesia no debía ser concebida como una estructura piramidal, con el Papa y la curia en la cúspide, sino como «pueblo de Dios». De ahí el protagonismo que cobraron los laicos. Como apunta César Izquierdo, vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, «del concilio sale la idea de que todas personas forman parte de la Iglesia». «Algunas percepciones sociopolíticas, propias de la Guerra Fría, han quedado obsoletas, pero no forman parte del concilio», destaca Izquierdo.
 
La opción preferencial por los pobres, una apuesta del cónclave, tuvo su traducción en la teología de la liberación, doctrina que Juan Pablo II se encargó de perseguir. Ese empeño tiene su imagen en la reprimenda que Karol Wojtyla hizo al poeta y entonces ministro nicaragüense de Cultura, Ernesto Cardenal, en el aeropuerto de Managua, con un Cardenal arrodillado y recibiendo el rapapolvo del Papa.

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