Hace ahora 50 años la Iglesia católica hizo autocrítica y
acometió un profundo debate para abrirse a la sociedad y los fieles. El
Concilio Vaticano II, la asamblea ecuménica que comenzó sus
deliberaciones el 11 de octubre de 1962, trajo una serie de cambios para
el cristianismo que hoy se antojan fundamentales. Gracias a esta
'primavera' que congregó a los obispos de todo el mundo, quedó abolida
la liturgia de la misa en latín, se acuñó el concepto de pueblo de Dios,
se reconoció la libertad de conciencia y se entabló un diálogo con
otras confesiones y representantes del ateísmo. La apertura, no exenta
de tensiones entre reformistas y conservadores, experimentó un reflujo
cuando la Iglesia tuvo que afrontar las consecuencias de mayo del 68, la
contracepción, los derechos de la mujer o las deserciones internas. La
llegada al pontificado de Juan Pablo II y Benedicto XVI supuso una
vuelta atrás: se restauró la llamada al orden de los teólogos disidentes
y Ratzinger acogió a la facción tradicionalista que encabezó en su día
Marcel Lefebvre, que siempre renegó de los frutos del Concilio. Del
'aggiornamento' de los años sesenta (la puesta al día del mensaje
cristiano) se ha pasado a la recristianización, objetivo prioritario de
los últimos papas.
Para el director de la Cátedra de Teología y Ciencias de
las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid, Juan José Tamayo,
el acontecimiento religioso prescindió del anatema y abogó por el
diálogo. Supuso pasar de la «cristiandad al cristianismo, de la Iglesia
como sociedad perfecta a la comunidad de creyentes». Con todo, Tamayo,
autor de 'Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de
crisis', cree que el encuentro, pese a ser un hito histórico, tiene sus
sombras. «Pablo VI [bajo cuyo pontificado continuó el concilio] impuso
el freno a la colegialidad de los obispos, que quedó subordinada a la
autoridad suprema del romano pontífice», subraya. Por añadidura,
quedaron relegadas cuestiones como la ordenación sacerdotal de las
mujeres o el celibato opcional de los curas.
Juan XXIII, que muchos consideraron un «pontífice de
transición», es decir, un dirigente cuyo mandato sería efímero y sin
relevancia, se atrevió, a sus 77 años, a anunciar la convocatoria de un
concilio. En 2.000 años de historia, la Iglesia solo ha celebrado 21
asambleas de este tipo. Era una decisión audaz y no carente de riesgos,
pues podía destapar las divisiones en el seno del catolicismo. Sin
embargo, la propia jerarquía era entonces consciente del anquilosamiento
de la Iglesia católica, su necesidad de asumir nuevas realidades
temporales y acercarse a la ciencia y la modernidad.
Edad Media
Medio siglo después, ¿qué queda de aquella asamblea? «El
convencimiento de que los problemas de la Iglesia no los resuelven el
Papa y el Vaticano en soledad, sino que necesitan la participación de
los episcopados de todo el mundo», asegura José María Castillo, que ha
sido catedrático de Teología Dogmática en la Facultad de Teología de
Granada. Este profesor, autor de 'La humanidad de Dios' y miembro de la
Asociación de Teólogos Juan XXIII, sigue creyendo que la Iglesia precisa
una renovación, pues en ella perviven estructuras de la Edad Media.
Los padres conciliares fueron osados en sus debates.
Desde el concilio de Basilea (1431-1445) se consideraba que cualquier
pagano o niño no bautizado estaba abocado a las llamas del infierno. A
partir del encuentro, que acabó en noviembre de 1965, el ecumenismo
cobró pujanza. Se prescindía del principio tan arraigado hasta entonces
de que la unidad de la Iglesia solo se conseguiría mediante el retorno a
la comunidad católica de los que en su día la abandonaron. Juan XXIII
ve a los cristianos no católicos como hermanos y no como enemigos. Una
idea que culminó con el encuentro de Asís, en 1986, cuando Juan Pablo II
rezó con líderes religiosos de todo el mundo.
Gracias al Concilio cuajó la idea de que la Iglesia no
debía ser concebida como una estructura piramidal, con el Papa y la
curia en la cúspide, sino como «pueblo de Dios». De ahí el protagonismo
que cobraron los laicos. Como apunta César Izquierdo, vicedecano de la
Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, «del concilio sale la
idea de que todas personas forman parte de la Iglesia». «Algunas
percepciones sociopolíticas, propias de la Guerra Fría, han quedado
obsoletas, pero no forman parte del concilio», destaca Izquierdo.
La opción preferencial por los pobres, una apuesta del
cónclave, tuvo su traducción en la teología de la liberación, doctrina
que Juan Pablo II se encargó de perseguir. Ese empeño tiene su imagen en
la reprimenda que Karol Wojtyla hizo al poeta y entonces ministro
nicaragüense de Cultura, Ernesto Cardenal, en el aeropuerto de Managua,
con un Cardenal arrodillado y recibiendo el rapapolvo del Papa.
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