«Proclama mi
alma la grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» Lc 1,46.47
Que esto es la
esperanza. Esa disposición para seguir luchando cuando todo parece cuesta abajo.
Cuando nubarrones amenazan tormenta. Cuando uno no entiende, o no cree, o no sabe
por dónde seguir. Tú esperaste, en ese adviento primero inesperado, al niño cargado
de promesas. Y esperaste, viéndole crecer, a ver qué sería de su vida. Le esperaste
cuando se echó a los caminos. A veces ibas detrás, y te fuiste haciendo discípula,
también tú. Esperaste, atravesada por el dolor, al pie de la cruz. Y luego, con
los que se encerraban, temerosos, también allí estuviste, siendo para ellos madre
y amiga. Y con ellos confiaste. Hasta que se hizo la Luz. Y por eso me invitas,
también a mí, a fiarme, y a esperar, activamente. A Dios, en este mundo, y su
reino, que juntos habremos de ir construyendo, entre muchos.
¿Qué espero hoy de Dios?
¿Y de la vida?
¿Y de mí mismo?
La espera y la esperanza
No es la esperanza, no. Sólo es la espera
lo que fijo me tiene a tu querencia.
tu palpable regreso a mí, evidencia
una ignorada ansia pasajera.
Si mucho es esperarte, aún más fuera
esperanzarte. Ciega mi impotencia,
no sabe de accidentes ni de esencia.
De ahí, el querer, quizás lo que no quiera.
Para esperarte tengo el sentimiento.
Esperanzado, nada tengo. Un viento,
acaso, que me enlaza a lo lejano.
La esperanza es un premio gratuito
a la espera; un don casi infinito
por un merecimiento casi humano
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