Proyectos de "Misión" Juventud Carmelita Ecuatoriana

Con la finalidad de realizar proyectos de solidaridad, acogida y fraternidad con comunidades que lo necesiten, los jovenes que conformamos el JUCAE, queremos compartir con ustedes estas iniciativas y proponerles se nos una como colaboradores.

domingo, 6 de enero de 2013

La belleza de la fe, releída


Algo de lo que ha hablado bastante el Papa en los últimos tiempos, que se repitió en el Sínodo de la Nueva Evangelización y -seguramente- estará reflejado en la inminente encíclica sobre la fe (que completaría la trilogía sobre la esperanza y el amor) es señalar la importancia de la “belleza de la fe”.
 
Ciertamente, el tema puede ser ambiguo, o generalizante. El Arzobispo de La Plata, por ejemplo, lo relacionó con la liturgia (y -por lo tanto- con una liturgia que debe ser bella; seguramente en contraste con “esos cantos apocalípticos” que se cantan hoy, como ya lo decía en homilías en 1973); otros lo han relacionado con el arte, y presentan a los artistas como lo repitió el cardenal Ravasi, como a quienes “dan forma” esa “vía de la belleza”. Pero también el texto -en el mensaje final del Sínodo: como la samaritana en el pozo”- remite a la belleza y la novedad del “encuentro con la persona de Jesús” (n. 3).
 
Me quiero permitir una reflexión sobre el tema, teniendo en cuenta lo que el mismo Sínodo afirma en su Mensaje Final. Allí afirman los obispos:
 
“Estamos, además, convencidos de que la fuerza del Espíritu del Señor puede renovar su Iglesia y hacerla de nuevo esplendorosa si nos dejamos transformar por Él. Lo muestra la vida de los santos, cuya memoria y el relato de sus vidas son instrumentos privilegiados de la nueva evangelización” (n. 5).
 
Del texto resulta evidente que para los obispos, la Iglesia hoy no es “esplendorosa”, como de hecho lo fue antes. No hay un análisis de cuándo dejó la Iglesia de ser esplendorosa, por qué dejó de serlo y (¿demasiado pedir?) quiénes son responsables o causantes de que haya dejado de ser esplendorosa. Pero lo cierto es que hoy la Iglesia no es esplendorosa. Dos elementos resaltan: dejarse conducir por el Espíritu, y la vida de los santos. Esto parece insinuar que la Iglesia -para sí misma- no se deja conducir por el Espíritu y que no es santa.
 
Es posible que para muchos -quizás para “Roma” misma- la Iglesia haya dejado de ser “esplendorosa” a partir del Vaticano II, que es responsable de la pérdida de Espíritu y Santidad, y que los “seleccionados” por la Curia romana para la nueva evangelización pueden poner los medios para desandar los caminos errados. Pero es evidente que esto no está dicho (y no puede decirse, aunque muchos lo crean y piensen).
 
Pero, ¿qué dice el mismo documento sobre esto?
 
El texto arriba citado donde alude a la “belleza” de la liturgia se encuentra en un párrafo donde “dice algo más”:
 
“Hemos de constituir comunidades acogedoras, en las cuales todos los marginados se encuentren como en su casa, con experiencias concretas de comunión que, con la fuerza ardiente del amor, -‘Mirad como se aman’ (Tertuliano, Apologetico 39, 7)- atraigan la mirada desencantada de la humanidad contemporánea. La belleza de la fe debe resplandecer, en particular, en la sagrada liturgia, sobre todo en la Eucaristía dominical. Justo en las celebraciones litúrgicas la Iglesia muestra su rostro de obra de Dios y hace visible, en las palabras y en los gestos, el significado del Evangelio”(n. 3).
 
Esa belleza, parece, entonces, la belleza de la “acogida”, no la de la “solemnidad”; un “hogar” para los marginados, un centro del amor, no del “resplandor”.
 
También se afirma:
 
“El otro símbolo de autenticidad de la nueva evangelización tiene el rostro del pobre. Estar cercano a quien está al borde del camino de la vida no es sólo ejercicio de solidaridad, sino ante todo un hecho espiritual. Porque en el rostro del pobre resplandece el mismo rostro de Cristo: ‘Todo aquello que habéis hecho por uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis’ (Mt 25, 40). A los pobres les reconocemos un lugar privilegiado en nuestras comunidades, un puesto que no excluye a nadie, pero que quiere ser un reflejo de como Jesús se ha unido a ellos. La presencia de los pobres en nuestras comunidades es misteriosamente potente: cambia a las personas más que un discurso, enseña fidelidad, hace entender la fragilidad de la vida, exige oración; en definitiva, conduce a Cristo” (n. 12).
 
Esto nos parece invitar a una conclusión diferente: la Iglesia ha perdido su resplandor cuando descuidó al pobre y cuando no fue “hogar” de los marginados. La frase de Tertuliano arriba citada sigue más adelante: “todo lo tenemos en común”, lo que no es evidente de la Iglesia contemporánea; y la presencia de los pobres en las comunidades, tampoco es evidente. Para ser preciso, me refiero a que no suele haber pobres en las reuniones episcopales (¿hubo pobres de todos los continentes invitados “a dedo” por el Papa al Sínodo, o a Aparecida?, por ejemplo. Ciertamente no).
 
La idea del “resplandor”, en el mundo bíblico se asocia a la idea de “la gloria”, esto es “la manifestación de Dios”. Dios no se manifiesta -en la Biblia- en el arte y “lo bello” sino en la historia. Dios nunca resplandece más que cuando su pueblo es capaz de vivir “el derecho y la justicia” que es aquello por y para lo que fue elegido por Dios. Y cuando su Hijo se hace presente entre los seres humanos: “manifestó su gloria”. La “encarnación”, la “Palabra (que) se hizo carne” es la manifestación y máximo “resplandor” de Dios en la historia humana. Ahora bien: cualquier mirada seriamente histórica debe evitar cualquier comprensión del nacimiento, la vida y muerte de Jesús en clave “belleza”. Poco sabemos del nacimiento histórico de Jesús, pero la cruz -para poner el ejemplo más sublime- no se parece en nada a momentos bellos de la historia, sino a los momentos dramáticos (y no en sentido del teatro griego). La resurrección es el máximo resplandor, pero en cuanto “apariciones”: “hemos visto al Señor”. Esto es, la confirmación desde Dios del proyecto y camino que Jesús vivió en la predicación del Reino como “buenas noticias a los pobres”.
 
La famosa frase de San Ireneo de Lyon “la gloria de Dios es el hombre que vive”, no puede ser menos cierta en esta comprensión del “resplandor” divino. Y no hace falta repetir -por conocida- la relectura de Mons. Romero (en quién Dios brilló pasando por El Salvador) de que “la gloria de Dios es el pobre que vive”.
 
Si damos una mirada a “la Iglesia” de América Latina, ¿no podemos afirmar que “resplandeció” en Medellín y bastante también en Puebla mientras que se “opacó” en Santo Domingo y un poco menos en Aparecida? La Iglesia que se entendía y vivía como Pueblo de Dios, ¿no resplandeció más que cuando se ve a sí misma como “jerarquía”? ¿No resplandecía cuando se veía los rostros de Pironio, Hélder Cámara, Landázuri, Alvear, Proaño, Méndez Arceo, y luego también Samuel Ruiz, Romero, Silva Henríquez, Arns, por mencionar unos pocos de los muchos, mientras que era opacada por rostros cardenalicios como los de los mismos obispos elegidos (a dedo) para integrar la curia romana: López Trujillo, Castrillón, Medina Estévez, por mencionar unos pocos? O incluso las mismas imágenes papales de Juan XXIII y Pablo VI, ¿no son bien diferentes de las de Juan Pablo II y Benito XVI?
 
¿En qué momento la Iglesia dejó de resplandecer? ¿Se trata de una autocrítica? Ciertamente no, porque eso debería reflejarse en cambios “rápidos y urgentes”, que no los hay (y los nombramientos “a dedo” parecen confirmar). Se trata de saber que cuando la Iglesia fue fiel y dejó caminar con libertad al Concilio Vaticano II, la fe supo brillar con la belleza (sic) de los pobres, porque el Espíritu permitió que los “vicarios de Cristo” se sintieran en su “hogar”. Se trata del resplandor de la osadía profética, del resplandor de la presencia (siempre limitada, pero siempre posible) del Reino de Dios, se trata de anunciar “buenas noticias a los pobres” (¿qué otra cosa sino es la “evangelización”?).
 
La última referencia al “resplandor” en el texto post-sinodal remite a María, la Virgen (n. 14). Pero curiosamente, al aludir a su “canto de alabanza” se omite -todo lo contrario a como lo repetía Pablo VI en “Marialis Cultus”- que “Dios derribó del trono a los poderosos y elevó a los humildes”. Es precisamente “otro resplandor”, el de los palacios, y el del “oro”. Seguramente, cuando sepamos mirar desde los pobres, caminar con los pobres y entregar la vida por los pobres, la Iglesia resplandecerá: será “Iglesia de los pobres”, y la “nueva evangelización” será realmente siempre nueva, y no simplemente repetir y mirar nostálgicamente el pasado, encerrado en miedos episcopales que añoran viejas cristiandades. Siendo que desde hace “tanto tiempo” hay un modelo hegemónico de “ser Iglesia”, ¿no es razonable pensar que desde que “ese modelo” impera es que la Iglesia ha perdido el resplandor del Espíritu y ser casa de los pobres?
 
Cuando volvamos a ser Iglesia de los pobres, la Iglesia resplandecerá, no con el resplandor de liturgias “papales” sino con la luz de la mesa compartida, la pobreza del pesebre, el escándalo de la cruz imperial y la vida fraterna y compartida del resucitado con pescadores y mujeres.
 
Eduardo de la Serna

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